Ese raro mundo llamado libertad de expresión

A casi tres y medio años de su entrada en vigor, confusión y dudas son lugares comunes a la reforma electoral que se aprobó el 13 de noviembre de 2007.

Específicamente, en torno a la libertad de expresión se ha generado un debate en el cual destacan dos claros posicionamientos.

Por un lado, quienes apuestan por un esquema de libertades irrestrictas, encontrando como derrotero común un terreno fértil para la crítica dura y severa y, por el otro, quienes apuestan por un esquema acotado en donde la equidad en la contienda electoral se erige como dique capaz de contener los torrentes impetuosos de la crítica en la arena política.
En principio, estos posicionamientos han sentado posturas que se asemejan a un juego de suma cero donde el aniquilamiento de una posición u otra parecen ser el único camino viable.


En ese contexto, los órganos de decisión en materia electoral, en sus resoluciones y sentencias han desdeñado la posibilidad de esbozar los grises que permitan un balance entre posiciones que parecen ser irreconciliables.


Por el contrario, han optado por una interpretación restrictiva de la libertad de expresión que se sustenta en el siguiente razonamiento: “en el ámbito político está permitida la crítica dura de los actores políticos, pero la misma debe estar sustentada y argumentada”.


En términos prácticos, la autoridad promueve un sistema basado en un elitismo político cuyo sustrato reside en la desconfianza hacia los ciudadanos, en tanto que sólo es aceptable la crítica sustentada y argumentada por ciertos actores.


En efecto, la autoridad electoral a partir de sus fallos ha reeditado una nueva edición del despotismo ilustrado cuya frase en el siglo XVIII fue “todo por el pueblo, por el pueblo, pero sin el pueblo” para reformularse “todo por los ciudadanos, por los ciudadanos, pero sin los ciudadanos”. Lo anterior bajo el estandarte de garantizar la equidad en la contienda electoral.

Principalmente el eje central del razonamiento que la autoridad electoral ha sustentado es que la crítica es causa de conflicto y de riesgo a la gobernabilidad. En concreto, la crítica no reporta “valor agregado” a la deliberación democrática, pues sólo las propuestas —“las ideas”-, abonan a la calidad del debate público.


En consecuencia, se ha impuesto un modelo perfeccionista en que se menosprecia el libre albedrío del ciudadano. En otras palabras, se impide que se tome la decisión de interiorizar y hacer propio el contenido de una determinada propaganda.


En contrapartida, precedentes y criterios jurisprudenciales en materia de libertad de expresión enarbolan la exigencia y prevalencia irrestricta del canon de veracidad referido a la constatación o comprobación, en el mundo fáctico, de la verdad o falsedad de hechos afirmados en mensajes político-electorales.


Sin embargo, se reitera que la autoridad electoral en la construcción de sus fallos olvido esbozar los grises y establecer los matices respecto a la calificación de la propaganda político-electoral, los cuales se refieren a la existencia de otros cánones que en su oportunidad se establecieron en la resolución CG288/2008, mejor conocida como “Toma de Tribuna”. Estos son:


a) Canon de propiedad semántica: se refiere al significado de determinados signos, vocablos y expresiones con el objeto de determinar el carácter intrínsecamente injuriante, denigrante o vejatorio de los mismos.


b) Canon de veracidad: se refiere a la constatación o comprobación, en el mundo fáctico, de la verdad o falsedad de hechos afirmados en mensajes político-electorales;


c) Canon de intencionalidad: se avoca fundamentalmente a la motivación del emisor de un mensaje político – electoral y, en particular, a la congruencia entre, por una parte, las imágenes, signos o expresiones utilizadas y, por otra parte, el contexto comunicativo en el que se despliegan los mensajes sujetos a enjuiciamiento;


d) Canon de relevancia pública: se dirige a determinar los alcances de una determinada conducta con el objeto de establecer la posible afectación del orden público.


En los hechos, la exigencia irrestricta de un canon de veracidad ha sido un caldo de cultivo de un efecto silenciador sobre la democracia mexicana, en donde los alcances de la protección de la libertad de expresión no deberían de depender de la veracidad, solvencia racional y objetiva de lo expresado.


Por el contrario, el ejercicio de la libertad de expresión en un plano de discusión política no es meramente un derecho, sino también una responsabilidad de los adversarios políticos de una contienda electoral, como de los medios de comunicación, en virtud del buen funcionamiento del sistema democrático.


En definitiva, es imprescindible y urgente para los comicios venideros llevar a cabo un ejercicio de ingeniería constitucional y legal que permita el regreso de la libertad de expresión para los ciudadanos y por los ciudadanos, sin un censor que determine cuales son las ideas relevantes y valiosas en un debate abierto, desinhibido y vigoroso.